Como todos los lunes y miércoles y desde hace ya tres años, tengo mi ritual. Baño y le doy la cena a mi hijo. Después, recorremos los escasos quince kilómetros que separan la casa en la que vivo de la casa de su madre. En el viaje de ida casi nunca escuchamos música, sólo noticias. Parece ser que a él le relaja más. Pobre. Si se diera cuenta alguna vez de lo que hablan. Pasados unos veinte minutos, mi ex mujer nos espera en la calle, junto al portal. Hace tiempo decidimos que, para evitarnos malos tragos, todo este protocolo fuera lo más aséptico posible. Según la R.A.E. la palabra en cuestión alude a algo que carece de emoción y sentimiento. Así es, después de tanto tiempo, ya me he acostumbrado a dar información sobre mi hijo de la forma más hierática posible. Ella también comparte la suya conmigo y después de despedirme, arranco el coche y me voy. Después busco un cd para que la música me acompañe durante el viaje de vuelta. Es un momento muy intimo en el que no escojo de antemano lo que voy a escuchar. Hace ya un tiempo (y no me preguntéis porqué) grabo los discos que me gustan sin títulos. Hubo un día en el que perdí la capacidad de sorprenderme y fue entonces cuando empecé a hacer cosas tan raras como éstas. Quizás esperaba que mi estado de ánimo coincidiera alguna vez con ese disco sorpresa. Hoy pasó. Liz me ayudaba a llegar a mi destino.
Ya es de noche. Desde la autopista, una enorme luz en movimiento señala el lugar en el que viven las sirenas. Estuve allí una sola vez, pero no eran como yo me las había imaginado. Hablan mucho, te dicen lo que quieres oír y luego se van. Hay gente que lo da todo sólo por verlas unos pocos minutos. Y es verdad.
Llego a un túnel y la luz deja de verse. Pero están allí,todos lo saben. Ya me falta poco para llegar a casa.
Liz deja de cantar y el motor se para. Ya no están, se han ido. Puede que mañana me encuentre con alguna. Pero por el día se parecen a las demás. Ni siquiera cantan.
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